La destrucción de la Mercedes

– ¡Alférez! ¿Cuántas veces debo repetirle la orden? ¡Indique rápidamente a sus hombres que se coloquen en sus posiciones, dispuestos a batallar!

– Mayor, ahora mismo acabo de comunicarle al Comandante Piédrola la decisión de…

De repente, el caos. El ruido ensordecedor de inicio de batalla envuelve mis pensamientos mientras intento descubrir de dónde proviene el estruendo. La confusión es total, seis barcos enzarzados en una inesperada contienda que ni siquiera mis peores presagios podían haber augurado. Y aún escupo humo de mis pulmones y me limpio el rostro y los ojos de polvo cuando un efluvio de fuego llama a mi estómago. Intento disipar mi confusión al tiempo que me pongo en pie, balanceándose la fragata a cámara lenta. Una sensación de profunda inconsciencia trastabilla mis pasos. Jamás superaré estos malditos mareos, aun habiendo surcado miles de aguas y superando cien tempestades. Un caprichosos vértigo que me impide cerrar los ojos y esperar unos segundos, hasta que todo termine. No, mil navajas deshojan mi estómago y me obligan a descartar la pesadillo. El horror es veraz. La realidad discurre mostrando una sonrisa cruel.

Batalla del Cabo de Santa María, Francis Sartorius, 1807. Fuente: wikipedia.es

 

Mientras esparzo por babor un vómito negro de terror, el silbido de mis oídos se disipa y mis ojos comienzan a adaptarse al lúgubre y nubloso ambiente que me muestra la batalla. Descubro que los trozos de madera que se esparcen por los aires provienen de la Mercedes. “¡Josefina! ¡Zacarías!” Escupo un grito apagado que apenas llega a oídos de la tripulación, inmersa en un intento de recomponer la compostura ante el inesperado ataque.

Carlos corre hacia mí. Comprende lo que está ocurriendo. Es sólo un niño, por mucho traje e insignia que luzca su cuerpo. Pero en su inocencia reconoce el sabor amargo que empapa los labios justo antes que la muerte se disfrace de compañera de viaje. Vuelvo la vista hacia el barco de al lado; nuestro compañero de viaje cuyo destino está siendo juzgado a cañonazos. Carlos desaparece entre cientos de pies atolondrados, intentando recuperar sus posiciones sin saber aún a qué deben hacer frente. Cierro los ojos. Sólo diez segundos…

Navegábamos tranquilos, aunque expectantes ante la posibilidad de turbulencias a nuestra llegada a puerto español, donde se rumoreaba un posible bloqueo británico. Viendo que esta posibilidad no tendría que ser más que una anécdota en aras a la neutralidad que nuestra ilustre Nación mantiene con los ingleses, mi Comandante Francisco Piédrola hacía horas que había dejado el semblante serio que aflora en quienes se sienten responsables de la vida de cientos de personas, dejando vía libre a un inusitado jolgorio interno que por momentos parecía a punto de estallar. Atrás quedaban esas horribles calenturas que se habían empeñado en atormentarnos el viaje de regreso, y que aún tenían en reposo al General Bustamante, jefe superior de la escuadra; atrás la muerte de mi superior y gran amigo Tomás Ugarte, que jamás perdió su posición hasta que el feroz destino se aproximaba de manera rotunda; atrás cincuenta y siete días de navegación desde la Nueva España, dispuesta mi familia a trasplantar raíces en la tierra de mis más ilustres antepasados. Atrás quedaban, en definitiva, más de veinte años de honrosa y servidora vida lejos de mi cuna que daban paso a nuevas esperanzas. Incertidumbres, es cierto, pero también enormes ilusiones.

Los soldados trabajaban alerta pero serenos, acorde al cielo y a la mar. Con nosotros habían embarcado muchos familiares, amparados en la decisión de Amiens de permitir el traslado civil en buques de guerra. Yo mismo, debo confesar, vi en este viaje el regreso triunfal a mi patria y la oportunidad perfecta para acercar a mi familia a España.

Ya divisábamos la patria esperada, imaginando en aquel trozo de tierra las costas de la hermosa Cádiz. Hecha el día anterior la señal 396, nos disponíamos a dar fondo mientras el ánimo proseguía su énfasis y cada vez parecía más complicado contener la alegría de los marinos. Un barco interceptado por nuestros compañeros de la Mercedes nos confirmó las sospechas de que los británicos merodeaban nuestro puerto de destino, pero nuestra neutralidad eliminaba cualquier preocupación. Seguíamos en fila de a cuatro la Mercedes, la Fama, la Clara y la Medea. En ésta última me mantengo desde que Ugarte enfermó en Montevideo y tuve que acudir a su puesto, abandonando a mi familia en la Mercedes y trayendo conmigo a mi pequeño Carlos Antonio, que continúa cabizbajo y con demasiadas preguntas sin respuesta adecuada.

La fila serena y alegre se rompió justo a la vista del Cabo de Santa María, cuando el comandante de la Clara dispuso la señal 246 que nos arrebató de golpe toda nuestra alegría. ¡Zafarrancho de combate! Tal y como estaba estipulado de mucha antelación, la Fama ocupó la vanguardia y la Clara la retaguardia de la nueva formación, siendo la Mercedes y la Medea quienes ocupamos los puestos centrales. Aún tengo clavada en mi piel la mirada del pequeño Carlos cuando comprendió que aquello suponía una amenaza real. Miró casi involuntariamente por encima del castillo, como si esperara ver a su madre en la cubierta de la Mercedes. Aquel joven cadete, como todos los niños que pierden de repente su inocencia inmaculada, comprendió en ese momento que una parte de su corazón quedaría empañado de por vida en mares desconocidos.

A poco de salir el sol, descubrimos no muy lejos las proas de una flotilla que se dirigía hacia nuestra posición, extremamos las precauciones y ordenamos formar en espera de comprobar qué sucedía. De repente, cuatro fragatas de guerra con bandera inglesa se aproximaron y se fueron emparejando al costado de barlovento de cada una de las nuestras, a tiro de pistola. Puedo asegurar el porte de los buques británicos, que sobrepasaba el de nuestra flota y nos desafiaba sin miramientos.

Reunido con el Comandante Piédrola, decidimos mantenernos alerta y en zafarrancho hasta ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. Justo en esa reunión, el barco inglés que iba a nuestro costado se nos acercó y preguntó de qué puerto veníamos y a cuál nos dirigíamos, lo que contestamos en su lengua. Nuestra fragata se adelantó unos metros a la británica y al conversación quedó en el aire, lo cual no debió agradar a nuestros visitantes, que con un cañonazo al aire nos pidieron esperarles.

Al poco, un Oficial inglés llegó en un pequeño bote a nuestro barco, un cadete le recibió y lo trajo ante nosotros. Se presentó como Teniente Ascott y pidió ver al General. Bustamante, convaleciente pero consciente de aquel contratiempo, accedió a recibirnos en su cámara, donde nos sentamos alrededor de una mesa el Oficial inglés, el propio Bustamante, Piédrola, el Teniente Miguel de la Tierra, dos Alférez y yo, lo que constituía una inusual e imperfecta Junta de Oficiales. Ascott fue escueto y directo: su comodoro tenía órdenes del Gobierno británico de detener y llevar a tierras inglesas nuestras cuatro fragatas. No explicó que con ese único motivo permanecían desde varios días en ese punto del océano, que no se había declarado la guerra entre Inglaterra y España y que lo más conveniente, en pro de la notable superioridad inglesa, era acceder a su petición. El Oficial salió de la habitación.

La indignación que experimenté en ese momento es difícilmente comparable con cualquier otra situación en que me haya visto o pueda verme involucrado en los años que me queden de vida. Tropas extranjeras que en tiempos de paz enturbian nuestras esperanzas de volver salvos a nuestra amada patria, pidiendo que arrojemos al vacío nuestras ilusiones, nuestro futuro, y volvamos a España como cobardes hijos derrotados. “¡Jamás! Sostendremos con honor la gloria de nuestra patria, defenderemos a Nuestra Majestad y mantendremos intacto nuestro honor. Mi voto es por el combate”.

Pero cuando salimos de la cámara a buscar al Teniente Ascott, éste ya estaba embarcado en el bote, navegando hacia su fragata. Apenas llegó a ella, una primera detonación emergió de una de sus portas clavando veneno en nuestro mascarón de proa, que por fortuna apenas provocó daños. “¿Pero qué hacen?”

El golpe inglés pareció servir de señal a los otros barcos, que golpearon sus cañones uno a uno sobre su correspondiente rival español. La Mercedes sufrió una vigorosa descarga de disparos con fusil y cañón, a lo que siguió la Fama y la Clara, sin sufrir serios percances. Puede que los ingleses sólo quisieran asustarnos, lo cierto es que la extraoficial junta de Oficiales decidió ipso facto responder al enfrentamiento y nuestra división respondió con una rapidez incuestionable. El comandante Piédrola mandó a sus puestos a más de doscientos cincuenta hombres que estaban a su cargo; enseguida, y viendo que los ingleses preparaban un nuevo ataque, ordené una primera ráfaga de artillería contra la Indefatigable británica, a lo que siguió la Fama con varios cañonazos sobre la cubierta de la Medusa.

Nuestro ataque apenas influyó en la flota enemiga. Las maniobras británicas no dejaban lugar a dudas, y trataban de encerrarnos para que no hubiera lugar a una escapada. Quise volver a disparar a esos bastardos, como le comuniqué al Alférez, pero la escasa distancia que nos separaba hacía casi imposible la misión. No obstante, uno no puede flaquear ante sus subordinados, y en batalla no puede haber lugar a imposibles. Volví a repetir:

– ¡Alférez! ¿Cuántas veces debo repetirle la orden?

[…]

 

Extracto de «Novela a cuatro manos». Proyecto de abril de 2012.

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